Mi burbuja de Agudos: descubriendo la «verdadera» anorexia

En ciertas ocasiones resulta más práctico comenzar con el final del cuento. Prefiero empezar así, mencionando el momento de mi alta (de mi ingreso de 2016). A diferencia de otros pacientes, no tuve el “privilegio” de que mi psiquiatra (con el que a esas alturas ya vivía una guerra abierta) se despidiera de mí y me entregara el informe de alta. Su ausencia se debía, supuestamente, a alguna urgencia. Yo, sinceramente, creo que ya no quería verme ni en pintura. Me había diagnosticado erróneamente como Trastorno Esquizoide de la Personalidad, yo le había señalado la falsedad de su proceso diagnóstico. En fin, casi mejor que no estuviera presente. Tengo la habilidad de poner de los nervios a algunos psiquiatras. Y facilidad para estallar de rabia ante sus evidentes incompetencias. Otras psiquiatras me han ayudado bastante.

Quien me dio el alta y oficializó mi salida de aquella, todavía extraña, planta de Psiquiatría fue una de las enfermeras. En la habitación, ya vestida “de calle” y acompañada de mi madre, la enfermera me dijo que había ayudado a muchas personas durante mi ingreso. Pero que tenía que centrarme en mí misma. El reconocimiento de mi ayuda es la mejor despedida imaginable. Pero no era la primera vez que me insistían en “ocuparme” de mí misma en lugar de tratar de ayudar a los demás. La enfermera “jefa” (no oficialmente pero sí de facto) tuvo que sacarme de la habitación de una de mis amigas con el mismo reproche: «No puedes solucionar los problemas de los demás, tienes que centrarte en ti misma». Mi compañera era anoréxica y estaba obligada a guardar reposo una hora en su habitación después de cada comida. Su ingreso sí que fue un infierno, pues no le dejaron salir en ningún momento a la calle. Ni siquiera había ingresado por Psiquiatría, sino por Nutrición. Se sentía abandonada por los psiquiatras, nunca le llamaban para hablar. El objetivo era claro: alcanzar un determinado peso.

Conocer a esta chica amplió sustantivamente mi concepción de la anorexia. Antes de que ella profundizara en la raíz de su problema, me dijo en una ocasión que la gente no sabía de verdad lo que era la anorexia. Que no tenía que ver con querer estar delgadas. De hecho, cuando estaba demasiado delgada, ella misma percibía la fealdad de su cuerpo. Esto rompía mis esquemas. Ella ya superaba los cuarenta años y padecía anorexia desde muy joven, pequeña. Antes de que la anorexia se pusiera “de moda” como síndrome cultural de nuestra sociedad. Que no se ofenda nadie, también están “de moda” el TDAH, el TLP… Aunque, si me pusiera mis (algo empañadas) gafas de antropóloga, insistiría en que estos trastornos “no existen” hasta que se “crean” socialmente. Pero desviarme para defender la idea de los trastornos como constructos socioculturales y dudar de equivalencias “históricas”, es un vicio (y quizá una tortura para algún lector) que no viene a cuento.

El caso es que mi noción de anorexia quedó dislocada. Esta niña-chica-mujer (lo era todo al mismo tiempo) distanciaba su enfermedad de la «anorexia cultural” (¿convenimos en denominarla así?). La suya tenía una raigambre más honda. No explicitaré demasiados detalles, pero su anorexia estaba asociada a un intento de conservar un cuerpo infantil. Debido a su temprana biografía, incorporó la anorexia como estrategia para continuar siendo una niña. Como digo, no voy a desvelar más datos, pero estoy segura de que esa reflexión ha sido producto de muchos años de terapia. Años de terapia, conocimiento de la raíz de su padecimiento. Y, sin embargo, allí estaba ingresada, una vez más de muchas precedentes.

Al principio de mi ingreso, su habitación colindaba con la mía. Por lo que fue una de las primeras personas a las que abrumé con la euforia exploratoria con la que salí de mi habitación a “conocer mundo”. Ella, en cambio, resultaba difícil de abordar. Reservada, callada… no supe de su enfermedad hasta que pasó cierto tiempo. Me fascinaba hablar con mis compañeros de planta. Pero sabía reconocer quién necesitaba un poco más de tiempo para abrirse. Poco a poco fuimos hablando, compartiendo nuestras vidas, nuestras alegrías y tristezas. Llegó a confesarme que cuando me vio por primera vez, al ingresarme, pensó que yo era “de las suyas”. Si ya de por sí soy algo delgada, la estancia en la UCI me habría dejado en los huesos. Pude constatarlo en la báscula a la que nos invitaban a subir una vez por semana.

Mi nueva amiga sentía el ingreso como un auténtico encierro, pues era la única persona a la que no dejaban salir a la calle bajo ningún concepto. Que te dejen salir a la calle o no depende del “nivel” en el que te encuentres. Y ella era la única condenada al enclaustramiento absoluto, enquistada en el nivel 1 (solo puedes recibir visitas pero no salir). Muchas veces se desesperaba, en ocasiones quería tirar la toalla. Cuando yo subí al nivel 4 y de pude salir a la calle (acompañada, por supuesto) de cuatro a ocho de la tarde, hubo días en que me sabía fatal que ella se quedara ahí dentro. Podía recibir visitas, eso sí, pero de todos modos continuaba atrapada en lo que ella vivía como cárcel. Yo, en cambio, a menudo no tenía ganas de salir a la calle. Lo hacía más por mi familia… para que me vieran “bien”. Estuve ingresada tres semanas. Aunque uno de los fines de semana me dieron permiso para salir fuera del hospital, preferí quedarme en el hospital. Aunque este permiso era motivo de celebración para el resto, a la par que una especie de “prueba” que, bien superada, indicaba que tu alta estaba próxima. Pero yo lo rechacé. Porque tenía que estar acompañada y yo, viviendo sola, no tenía ninguna gana de tener “vigilantes”. Además, me daba auténtico pánico volver a casa. Ningún día de permiso quise pisarla (al contrario que en el posterior ingreso del 2017, que estaba loca por volver a casa y reencontrarme con mis gatos). Mi casa era para mí lo que la planta de Psiquiatría era para ella. Una cárcel, una fuente de angustia, de desesperación. En cambio, en aquella unidad de agudos yo me divertía mucho, vivía una burbuja de irrealidad de la que no deseaba salir.

Y, al parecer, mi biografía puede sintetizarse en un transitar de una burbuja a otra. No por casualidad una amiga me ha apodado «bubble girl». La burbuja del aislamiento social y focalización en los estudios y, después, la tesis. La burbuja de la UCI, la de la planta de Psiquiatría. Y, posteriormente, la prolongada burbuja del hospital de día. ¿En qué burbuja me habré metido ahora?, ¿soy consciente de ella?



Categorías:Narraciones

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5 respuestas

  1. Hola, Elena.
    Como agradecimiento a tu escrito por haberme sido muy inspirador quiero dedicarte este último capítulo escrito de mi libro.
    Gracias.

    DECIMOCTAVA LOCURA
    La inspiración es algo que permite a las personas desarrollar cualquier tipo de creación. Ésta no viene de la nada, necesitamos de otras personas o, de lo que hacen, para ser creativos. Como soy consciente de esto provoco esta inspiración, es decir la busco intencionadamente. Una vez más la literatura de Elena me ha vuelto a inspirar.

    Ella habla en su blog personal (Diario de una Autoetnógrafa) de la burbuja en la que habita. Me consta que somos muchas las que vivimos en una burbuja, me arriesgo a decir que todas las personas que pertenecemos al colectivo de locos de alguna forma vivimos encapsulados. La manera en cómo utilizamos ese espacio personal es diferente en función de las necesidades particulares, de los recursos y del contexto de cada persona.

    El mundo, la realidad que esta ahí afuera es enormemente tóxica para mí. Pero, ¿depende esto exclusivamente de mi forma de percibir? No lo creo. Se dan circunstancias que, aunque a veces me apetezca vivirlas para conectar con el exterior, me obligan a huir, porque me producen daño dada la forma en cómo se manifiestan en relación a mí. La discriminación social está ahí, las personas que un día me traumatizaron me siguen rondando. En definitiva, el comportamiento de los demás me duele y esto me lleva a la necesidad de recurrir a mi espacio seguro para elevar mi autoestima.

    La autoestima es algo adictiva del mismo modo que la tristeza. Una vez encontré esa autoestima y estoy totalmente enganchado a ella; la necesito como el comer. Una dosis de alguna actividad que me llene o el simple hecho de pararme a reflexionar sobre mis cosas, son oportunidades para conectar con esa autoestima. También me llenan mis nuevas amistades virtuales y algunas de carne y hueso. Son actualmente muy importantes para mí porque son personas geniales que me sirven de espejo. Estas genialidades que provienen de ellas me son muy inspiradoras. La filosofía, mis lecturas en definitiva me conectan también con aquello que deseo para mí. No considero que dar las gracias me vaya a devolver nada como lo entienden los físicos cuánticos, pero las doy porque simplemente me apetece.

    Gracias a estas personas y a todo lo demás por ser como sois y os manifestáis.

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    • Gracias a ti, Rodolfo, por tu comentario, por la dedicatoria y por leerme siempre. Me ha gustado mucho tu escrito, y es un honor que hayas encontrado en mi blog la inspiración.

      Espero que otras personas puedan leerte y disfrutar de tu decimoctava locura (madre mía!!!), aprovechando este espacio humilde que es mi blog.

      Un abrazo.

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  2. Que bien escribes y transmites.
    Curiosamente mi psicóloga también me ha dicho que vivo en burbujas y me voy desplazando de una a otra.

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    • ¡Muchas gracias Vanesa!
      Yo he reconstruido mi vida como un tránsito de unas burbujas a otras. Pero fue elaboración propia. Ahora he decidido cambiar la metáfora para poder avanzar y recuperarme. Pienso en mi vida como un puzzle. Porque las burbujas pinchan. Los puzzles se pueden intentar completar, o no… y si no se terminan, porque son muy difíciles, se sigue intentando. Tengo pensado dedicar una entrada a este tema de las burbujas y el puzzle. A ver cuándo. Porque tengo muchos temas pendientes.

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  1. Vínculos en la planta de Psiquiatría – Diario de una autoetnógrafa: salud mental y locura

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