Un día en la Unidad de Agudos de Psiquiatría

¿Cómo es un día en la planta de Psiquiatría? Las rutinas de una planta de hospital probablemente no despierten mucho interés, pero las de Psiquiatría poseen una vida propia, son… diferentes.

08:00 Despertarse, hacer cama, ducharse.
11.30 Terapia grupal con psicóloga.
13:30 Comida.
16-19 Visitas y salidas (estas pueden prolongarse hasta las 20h.)
17:15 Merienda.
20:15 Cena.
23:00 Medicación de noche.
24:00 Hora tope para ir a dormir.

Me despierto envuelta por una gran oscuridad, pues las gruesas cortinas azules cubren sobradamente los grandes ventanales. Mi compañera y yo hemos acordado cerrar las cortinas para evitar la primera luz del día. Aunque a mí me resulta indiferente. Suelo despertar antes de que el día empiece a clarear y, de todas formas, no me molesta la luz. Miro mi reloj. Son las siete y cuarto. ¡Otra vez demasiado pronto! La vida aquí no empieza hasta las ocho. Mi compañera sigue dormida. Remoloneo un rato en la cama, pues si salgo al pasillo me mandarán de vuelta a la habitación: “No es la hora”. La hora es a las ocho, cuando enfermeras y auxiliares adoptan el rol de despertador. Abren las cortinas, dan los buenos días, preguntan cómo has dormido. En mis dos primeros ingresos nunca necesité que me despertaran, yo ya merodeaba el Control. En el último ingreso me costaba despertar. Un día, cuando me preguntaron “¿Qué tal has dormido, Elena?”, les respondí “Como una reina”. Las enfermeras se partieron de risa. Por lo visto, en tantos años despertando a locos, era la primera que había dado esa contestación. Y les hizo gracia. Incluso me lo recordaron más tarde. No entendí muy bien por qué resultaba tan cómico, creo que porque dormir bien es anormal. Y soltarlo así, de buena mañana, edulcora su labor. Digo yo.

De la cama al Control (donde se encuentra el celador, enfermeras y auxiliares). A su izquierda hay una salita cerrada con llave, en ella se ubican nuestras taquillas con los objetos personales que únicamente podemos sacar excepcionalmente. Enfrente de la salita colocan el carrito de los pijamas azules, sábanas y esponjas (de las que sale jabón al mojarlas). Nos obligan a ducharnos y a hacer la cama todos los días. Quiero ser de las primeras en recibir el carrito para pillar algún pijama de la talla pequeña, pues escasean (algunos días ni hay). También me urge coger de mi taquilla el neceser y la ropa interior, pues luego te meten prisa en salir de la ducha. Las cosas personales que podemos tener en la habitación son pocas, y la muda y el neceser forman parte de los “objetos prohibidos” El champú será por si te da por bebértelo, igual que el líquido de lentillas. Todas esas cosas peligrosas (y otras peores) siempre están en la salita cerrada con llave. Si necesitas algo (rotuladores, crema, libros… o la ropa cuando tienes permiso para salir), debes esperar a que te abran la puerta. Aunque sé que estoy en mi derecho, a veces casi me da reparo pedir que me abran. Parece una molestia. Pero esto es cosa mía…

Al volver a la habitación, encuentro a mi compañera desperezándose en la cama. Hoy me ducho yo primero. Deshago la cama. Hay que utilizar las sábanas usadas para que no se empape el suelo de la ducha. Porque no hay mampara. Es peligrosísimo también. El primer día, una enfermera me enseñó cómo se colocaban, alrededor del cuadrado suelo de la ducha y extendidas hacia fuera. “Vaya tontería”, pensé. Después de dejar el suelo empapado a pesar de colocar perfectamente las sábanas, entendí el sentido. Aunque seas la primera en ducharte, una auxiliar abre la puerta y mira “qué tal voy”. Sobre todo si eres una paciente suicida, se sienten con libertad para anular tu intimidad. Igual que ocurre con la cámara que hay en mi cuarto, con la que nos vigilan. Salgo del baño, me visto, llevo el antiguo pijama y las ropa de cama a otro carrito colocado en el pasillo y hago mi cama. Y de nuevo a la taquilla para guardar las cosas.

Con el pelo mojado (no hay secador), hago tiempo a las puertas del comedor. Aburridos, allí esperamos varios el desayuno, que llega a las nueve y media. Me muero de hambre porque ha pasado una eternidad (¡trece horas!) desde que cenamos el día anterior. Mi graciosa amiga C. me cuenta lo mismo cada mañana: está atontada y mareada por la medicación de la noche. Ella ha terminado aquí por un brote psicótico. Veía mensajes dirigidos a ella en exclusiva en televisión, y tenía otras paranoias con internet y el teléfono móvil. La medicación de los “psicóticos” suele ser la más fuerte. Menos mal que a mí “no me pasa nada”… Cuando vemos llegar, al fondo del pasillo, el carrito del desayuno, entramos en el comedor. Según la forma de la mesa, caben cuatro, tres o dos personas. A mí me da igual con quién sentarme. ¿Qué más da?, si hablas demasiado, te regañan. No debes distraerte, debes centrarte en comer y lo más rápido posible. Sobre todo si las que vigilan son “Pili y Mili”, como hemos apodado a las dos más antipáticas.

Reparten las bandejas con tu nombre escrito en un papel, pues no todos tenemos el mismo tipo de menú. Por ejemplo, a mi amiga anoréxica le ponen más comida que a mí, ya que le cuesta engordar. Aunque se lo come todo. Mi otro amigo A. tiene una dieta para gente con sobrepeso. Mi menú es normal. La comida está bastante buena. Todos los utensilios son de plástico: plato, vaso y cubiertos. Yo ya he decidido no elegir fruta. Debo de ser muy torpe, pero soy incapaz de pelar naranjas, manzanas o peras con un cuchillo de plástico. A lo largo del desayuno, tu enfermera te da tu medicación. Si no preguntas, no sabes lo que te están dando. El primer día me dieron una pastilla, y tuve que preguntar qué era. Me dijo el nombre pero era tan raro que se me olvidó, y no me lo aprendí hasta que pasaron un par de días. Debo decir que en mi último ingreso he notado un cambio y las enfermeras informan más sobre la medicación. Eso sí, de prospectos ni hablar… En todo caso, sepas o no qué te dan, tienes que tomarlo. Obligatoriamente. Al final del desayuno, nos reparten una hoja para elegir, entre las distintas opciones, las comidas del día siguiente.

La única actividad terapéutica grupal se realiza durante la mañana, a las once y media. Hasta esa hora, cada cual dedica el tiempo a lo que quiera: dormir, leer, colorear, charlar, pasear estilo zombi-loco… Hoy yo escribo. Lo hago tumbada en mi cama, pues en las dos salas comunes no me concentro. Escribo sobre una cuestión que ha surgido en la última sesión con mi psiquiatra de la planta. Trato de rebatir su posición contra el suicidio, que ni siquiera es una argumentación sino una simple afirmación: “la vida en sí misma es una justificación”. Frecuentemente, nuestras “entrevistas clínicas” parecen más bien un debate filosófico. Muy lógico. Mientras escribo, mi compañera está tumbada en la cama, inmóvil, casi diría que fundida con la cama. Al poco, un celador entra en la habitación para avisar de que vamos a empezar la terapia. Con este celador tengo mucha complicidad: a veces hablamos, bromeamos, nos lanzamos gestos de burla a distancia o algún guiño. Un día que mi ánimo estaba bajo tierra y pasaba de ir a terapia, él vino a animarme, a levantar el colchón de mi cama para moverme y hacerme reír. Consiguió que fuera a terapia. En mi último ingreso estaba de baja. Yo esperaba felicitarle por su cumpleaños, pues sabía la fecha de su cumpleaños y coincidía con mi estancia allí. Se lo comenté a una de las auxiliares. Me sorprendió que no lo supieran, pero me alegré porque gracias a mí le llamaron por teléfono y supo que me acordaba de él. Y de su cumpleaños.

La terapia no es obligatoria pero sí “es conveniente ir”. Algunas personas (una minoría) no van nunca. Es el caso de una de mis compañeras de habitación, próxima a los setenta años. En la intimidad de nuestra habitación me contaba muchas cosas, pero fuera solía evitar hablar con otras personas y pasaba la mayor parte del tiempo en la habitación. No iba a la terapia porque “no estaba ahí para contarle sus cosas a nadie”. Nadie sabía mucho de ella, solo yo. Me contó que estaba allí porque se había intentado suicidar, pero me pidió que guardara silencio ya que a los demás les decía que solo tenía depresión. A mí, en cambio, no solo me reveló su “secreto”, sino que me contó muchas otras intimidades. Me solía decir que no me fiara tanto de la gente, que yo era buena pero ingenua. Quizá su actitud desconfiada fuera el motivo por el que evitara intimar con otras personas. Vergüenza no parecía tener. Cuando le comunicaron que le iban a dar el alta, en lugar de compartirlo con los demás pacientes y despedirse (algo habitual), no comentó nada a nadie más que a mí, pidiéndome que no abriera la boca. Puede que yo peque de ingenua, pero desde luego ella era extremadamente desconfiada.

Pero yo sí voy a la terapia, a ver qué se cuece… Se realiza en la sala donde comemos y donde está la televisión. Colocamos las sillas en círculo antes de que llegue la psicóloga. Es una mujer muy risueña y con una asombrosa paciencia. Los pacientes varían continuamente con las altas y bajas en la unidad. Por ello, el tono de la sesión cambia según la disposición y el estado de las personas: más desorganizada si no estamos muy “estabilizados”. Hoy, como el resto de días del primer ingreso, la psicóloga demuestra su paciencia y flexibilidad. No es un grupo “fácil”. Mi amigo Magneto realiza intervenciones estelares y su nerviosismo le hace interrumpir a otras personas. Además, algunos de sus comentarios están totalmente fuera de lugar (por ejemplo, alguno sobre la belleza de alguna MIR). No es su primer ingreso, la psicóloga le conoce bien. No le queda otra que reírse. Hay quien se molesta cuando Magneto interrumpe en las sesiones. Pero es que es tan difícil para él permanecer quieto y callado…

La terapia se divide en dos partes. La primera parte consiste en realizar, sentados, una serie de ejercicios de movilidad. Primero los pies, luego piernas, brazos, manos, cabeza. ¡Y también la cara! La psicóloga nos hace realizar distintas muecas, como estirar la comisura de los labios lo máximo posible mostrando los dientes o levantar las cejas. Con este tipo de ejercicios, a menudo se me escapa una risa tonta. Las caras de los compañeros, imagino que como la mía, resultan muy graciosas. Si miro a Fénix, a EB. o a Magneto, se me empieza a escapar la risa tonta. Sobre todo los primeros días, ya que me sentía eufórica (después de intentar suicidarme, algo que mi psiquiatra nunca supo entenderlo ni le parecía normal). Si coincidimos gente como Fénix, que padece un episodio maníaco, Magneto con su realidad paralela, E., cuyo histrionismo se traduce en una hiperactividad emocional contagiosa, y yo con mi extraña euforia, el resultado es bastante divertido. No solo nos hemos reído en nuestros ratos libres, sino que durante esas terapias matutinas la complicidad aflora y creo que casi preferimos evitar que nuestras miradas se encuentren para no destrozar la terapia a la pobre psicóloga.

Después de estos ejercicios de movilidad (como he dicho, realizados sin tener que levantarnos de la silla; imaginad lo cansados que acabamos…), comienza la relajación. La psicóloga hace de guía para que centremos nuestro pensamiento cada vez en una parte del cuerpo. Empieza por los pies, continúa con las piernas… y así. Finalmente nos centramos sobre nuestra propia respiración. A continuación pide que imaginemos un lugar que nos haga sentir bien. Durante unos minutos, la mente se centra en esa imagen. Desde el primer día, el ejercicio de relajación, en todas sus fases, me provoca ansiedad. Así que dejé de realizarlo, aunque permanecía sentada intentando centrarme en mi propia respiración sin sentir ansiedad, lo cual tampoco me resulta sencillo. Soy resistente a estas actividades de relajación. Me ocurrió lo mismo posteriormente en el Hospital de Día, que incluye una sesión de “Atención plena” (la mindfulness, de toda la vida, la moda anti-estrés). El segundo o tercer día, confirmado que la relajación me producía ansiedad, me preocupé y se lo comenté a la psicóloga. Por lo que dijo, esta dificultad es propia de las personas muy controladoras.

En aquél momento me sonó raro concebirme como una persona controladora. Es cierto que mi psiquiatra durante el ingreso se molestaba un poco conmigo porque me reprochaba mi intento de tener el control del tratamiento. Me indigna que lo que yo considero “decidir” sobre tu propio tratamiento sea interpretado por el psiquiatra como un intento de despojarle del control a él, el “experto”. ¿Se enfada porque yo, lega en psiquiatría, quiera discutir sobre mi tratamiento? ¿Se enfadaría un oncólogo con un paciente que se niega a someterse a tratamiento de quimio? ¿Acaso no tenemos derecho los “enfermos mentales” a decidir sobre las intervenciones sobre nosotros mismos (ya sea mediante psicofármacos, ya sea sobre orientaciones terapéuticas)? Por lo visto no. Al menos no durante el encierro. Posteriormente, tras mucha terapia en el Hospital de Día, comprendí que una de mis (muchas) dificultades es la necesidad de tener bajo control las situaciones. Sí, yo era controladora. Es una limitación porque si no “controlo” la situación, puedo desbordarme hasta padecer una crisis de ansiedad. Aquí, controladora no es sinónimo de “mandona”. Pero lo que no se puede hacer es patologizar el deseo de decidir sobre una misma bajo la categoría de “controladora”. No todo vale, señores psiquiatras. Ni tienen ustedes el derecho a omitir la opinión de sus pacientes.

El caso es que la relajación no estaba hecha para mí, tampoco hoy día. Quizá en un futuro sea capaz de beneficiarme de esta técnica, ¿quién sabe? Después de la relajación, tenemos cinco minutos de descanso antes de continuar con la segunda parte. Yo aprovecho para beber agua. Sospecho que muchos compañeros hacen lo mismo, pues nuestras medicaciones resecan la boca. En una ocasión alguien bromeó atribuyendo la sequedad al agua que sale del grifo de los baños. ¡Qué agua tan mala! Menos mal que el agua de las jarras en las comidas procede de algún otro lugar y sabe a lo que tiene que saber el agua… a nada. Con pena o asco (no sé, no identifico bien mis emociones…), relleno un vaso de plástico con agua del baño. Nunca fresca, nunca insípida.

A la vuelta del descanso llega la parte que me parece más interesante. Es un intento de terapia grupal sobre temas que nos preocupan, para el intercambio de opiniones y poco más. Una terapia grupal “en condiciones” no tiene cabida dada la mencionada discontinuidad de sus participantes. La psicóloga invita a los nuevos a que nos cuenten algo sobre ellos, el motivo de su ingreso… Los hay muy reservados, pero a otros les brinda la oportunidad de darse a conocer en el grupo. A pesar de la pretensión terapéutica, considero que su utilidad radica más bien en conocernos mejor entre nosotros. Algunos no se atreven a socializar con los demás en los tiempos muertos, o tal vez no saben cómo hacerlo. Pueden aprovechar la terapia para darse a conocer o escuchar a los demás. Y creo que, en cierto modo, “normaliza” un poco la enrarecida atmósfera que adquiere este lugar en otros momentos del día, sobre todo los primeros, a veces dominados por la incertidumbre, desorientación o desconfianza.

Algunos días, esta parte de la terapia se reduce a la presentación de los nuevos, y algún intento de profundización o de conexión con similitudes con otros pacientes. Pero si no hay muchas presentaciones de nuevos, la psicóloga invita a hablar sobre alguna temática en particular o (infrecuentemente) algún paciente solicita trabajar sobre alguna preocupación. La terapia de mi primer ingreso y la del segundo difieren bastante. En el primero, todo era caótico, risas, desmadre, y era imposible trabajar terapéuticamente… Los contagios de risa entre quienes gozábamos de cierta complicidad y tomábamos con ligereza la terapia, las estrambóticas interrupciones de Magneto y el consecuente nerviosismo de quien pretendía tomar en serio la sesión, debido a sus diferentes modo de estar y estado anímico… No había manera. Hasta la propia psicóloga, quien debía estar más que acostumbrada a “grupos imposibles”, comprendía que cuando no se puede, no se puede. En mi segundo ingreso, la composición del grupo permitía cierto trabajo terapéutico. Era más “serio”. La psicóloga incluso se curró una sesión sobre las emociones que pareció resultar bastante provechosa. Me resultó gracioso que una de mis amigas, que era esquizo-afectiva, en lugar de hablar de las “voces malas” que le atormentaban con ideas horribles, insistió varios días en un asunto que le preocupaba enormemente: la envidia. Se sentía mal porque algunas veces envidiaba características de otras personas que ella no poseía. No sé en qué quedó eso porque durante este segundo ingreso yo ya llevaba tiempo en el Hospital de Día y me dieron permiso para asistir a él, con mis terapias grupales habituales. En el tercer ingreso el grupo también era “serio”, pero mi estado físico estaba tan deteriorado que los ejercicios sentados me cansaban (pero este es otro tema del que ya hablaré…).

Después de la terapia hasta la hora de comer, disponíamos de tiempo libre. Aquella era la única actividad terapéutica que había en todo el día. A lo largo de la mañana tu psiquiatra puede llamarte para hablar en cualquier momento, puede que coincidiendo con la terapia grupal o bien con la comida. No sabes a qué hora ni qué día solicitará tu presencia. Pero los fines de semana (y los días festivos) no hay ni terapia ni psiquiatras. Esto, unido la ausencia de los que tienen permiso de fin de semana, altera el ritmo y dinámica del ingreso. Estos días resultan más aburridos, incluso desquiciantes. La sensación carcelaria con la que algunos viven el ingreso se amplifica los fines de semana. Reconozco que, a pesar de mi “ingreso feliz”, también me he angustiado algún fin de semana. Parece como si estuvieras perdiendo el tiempo. Entresemana, la expectativa de poder hablar con tu psiquiatra ameniza la mañana. Quizá al final no te llame, pero tu mente ha podido ocuparse fantaseando con ello. Incluso es tema de conversación entre nosotros: “¿Te ha llamado ya? ¿Qué tal ha ido?”. Con el psiquiatra parece que “haces algo” allí dentro, le da más sentido. Además, solo él puede autorizar una escalada en los “niveles” (hablaré de los niveles en otra ocasión). Si no hay psiquiatra, nada cambia. Si no puedes todavía salir a la calle, sabes que durante el fin de semana seguirás igual. No avanzas. Creo que esos días puedes enloquecer definitivamente. Me parece que lo más entretenido que he vivido una mañana de fin de semana es la explicación que nos dio una simpática auxiliar de cómo se cocina “de verdad” el pulpo a la gallega. O quizá es lo único que mi memoria conserva.

Por fin llega la hora de la comida, la una y media. Intento darme prisa al entrar para coger “buen” sitio. Busco sentarme con las personas más íntimas. Durante todas las comidas, la televisión se apaga. Para que no nos entretengamos y comamos rapidito. A quien le toca, le aderezan la comida con medicación. La vez que más nos metían prisa para comer fue cuando estaba ingresada una chica anoréxica, con la que no crucé casi ni una palabra (no surgió, no salía casi de su habitación y casi no hablaba). Ella no empezaba a comer hasta que los demás ya hubiéramos acabado y salido del comedor. De todos modos, tampoco creo que comiera demasiado, pues siempre tenía una sonda en la nariz que le nutría. Por lo que tenía que caminar con un carrito que sostenía lo que fuera que le daban, igual que yo con mi suero el primer día que bajé de la UCI.

Por mí, cuanto más grande fuera la mesa, mejor. Prefería sentarme con mis personas “favoritas”, pero estaba cómoda con cualquiera. De todos modos, casi no puedes hablar y, además, en cuanto terminas de comer debes colocar tu bandeja en el carro e irte inmediatamente. La única persona con la que he evitado compartir mesa es una chica que realmente parece “ida”, prácticamente no habla y al cruzarte con ella no te mira. Creemos que está embarazada (por la barriga a pesar de su delgadez, y porque su menú consta de más comida que el del resto) y que no le pueden medicar por ese motivo. Así nos explicamos su extraña presencia (“la catatónica”, es su apodo). Parece una persona desagradable, que insulta a las enfermeras cuando le obligan a ducharse o a lavarse el pelo. Quienes han intentado hablar con ella no han recibido respuesta alguna o les ha soltado alguna grosería. Un día escupió en la comida de otra paciente. No he interactuado con ella, tan solo al cruzarme con ella por primera vez le saludé. No recibí respuesta verbal ni visual. Mensaje captado. En la planta pueden cambiarte de habitación en cualquier momento para ir cuadrando los nuevos ingresos. Todas nosotras esperábamos que no nos tocara con ella. Nosotras y no ellos, porque las habitaciones no son nunca mixtas. Pero si no invades su “espacio”, ella tampoco el tuyo. No convives, pero coexistes. Pobrecilla, imaginamos que su actitud se debe a que no puede tomar medicación por el embarazo. Nunca mira fijamente a nadie, parece habitar otra dimensión. Su presencia por el pasillo parece, en su caso sí, fantasmagórica. ¡A saber en qué mundo estará viviendo! Espero que se ponga bien…

Después de comer hasta las cuatro (la hora de las visitas), volvemos a disponer de tiempo de ocio. Algunas personas aprovechan para echarse una siestecilla. Otras solemos ocupar el tiempo en una de las dos salas. Unos ven las noticias o algún programa en la sala de la televisión. Otros prefieren la otra sala, en la que hay una estantería con juegos (puzzles, dominó, trivial, ajedrez…), unas cuantas mesas y un sofás junto a una mesita con un montón de revistas. Los juegos no se utilizan mucho. Solo he visto jugar al ajedrez, al dominó y al parchís. Y un hombre (ex)alcohólico, ingresado porque había recaído en la bebida, pasaba las tardes intentando hacer uno de los puzzles con su esposa en el horario de visitas. Las piezas de distintos puzzles (que, por cierto, no eran sencillitos) estaban mezcladas, por lo que tuvieron que dedicar horas a seleccionar las piezas para el que habían escogido. La mesa se mantuvo así, con el puzzle “en construcción”, todos los días. Nadie tocó una pieza salvo ellos dos en el horario de visitas. Quizá alguien se sorprenda, pero sí, en la planta de Psiquiatría nadie perdió los papeles y destrozó el puzzle. En cambio, a una paciente muy rabiosa le dio por pintar una de las mesas. Eran sus primeros días y estaba muy enfadada. Y le dio por ahí. Pero tanto en ambas salas comunes como en los pasillos hay cámaras de vigilancia. Pasadas unas horas, borró las huellas de su ira.

La actividad de moda es colorear mandalas o, en su defecto, algún dibujo cursi tipo Disney. Nos imprimían las hojas en Control. Las pinturas (lápices, ceras, rotuladores) se encontraban en la estantería de los juegos, aunque había quien se acababa trayendo sus propios rotuladores, que siempre se compartían. Sin embargo, el sacapuntas había que pedirlo en Control, y sacar punta allí mismo. Por lo visto, un sacapuntas es un arma de destrucción mucho mayor que la punta de un bolígrafo, un rotulador o un lápiz bien afilado. Ya hablaré de las normas de la unidad… y de anécdotas… A mí lo que más me gusta es, simplemente hablar con la gente, conocer sus historias. Colorear me parecía una tontería. ¡De locos! Como una niña pequeña… No me atraía demasiado. Sin embargo, un buen día, supongo que por aburrimiento, coloree una que todavía conservo como recuerdo. No por bonita, sino porque con ella descubrí que colorear es mi manera particular de realizar la dichosa “mindfulless”. Sí, está de moda. Sí, parece una tontería. Pero durante dos años he coloreado muchas mandalas que me han salvado de lo que llaman “rumiaciones”. Obviamente, no sirven de nada cuando tienes una crisis de ansiedad, pero sí como herramienta cotidiana para descentrar tu mente de tus obsesiones, preocupaciones, principios de angustia… Mi inestabilidad hace que durante unos meses no pare de colorear y durante otros tantos sea incapaz casi de mirar un rotulador. No quiero ser así…

Tanto dentro como fuera del hospital he regalado las más bonitas a gente que mostraba interés por ellas. Son regalos que contienen calma y posiblemente han desviado mi mente de preocupaciones y me han ahorrado algunas cicatrices en mis brazos. Me da igual si quedan bonitas o feas. Y dentro del hospital, muchas amigas me han regalado también algunas suyas. Con dedicatorias preciosas. Me ilusionan estos regalos. Cuando las miro, recuerdo momentos de serenidad y ataques de risa. Una de las mujeres con la que más me encariñé (la preocupada por la envidia y con trastorno esquizo-afectivo) continuamente se preocupaba porque a ella le quedaban muy mal. “¡Qué hortera me ha quedado!”, y nos reíamos. Su pulso no era muy bueno y únicamente parecían gustarle los rotuladores fosforitos. Pero yo le recordaba siempre para qué coloreábamos. “Sí, sí, para relajarnos”, y da igual el resultado. Una de esas mandalas “horteras”, perfectamente imperfecta, es uno de los más bonitos recuerdos materiales que conservo de del hospital. Con ella me regalaba estas palabras: “Elena, que el brillo de tus ojos siga guiando como un faro a las personas, y vayan hacia ti para que no se vayan a la deriva”.

Cuando ya son casi las cuatro de la tarde, algunas merodeamos la puerta intentando ver por el pequeño ventanuco quién ha llegado. Mi madre, la persona que más me ha visitado, siempre estaba allí. Ella es así, cree que ser puntual es llegar diez minutos antes a los sitios. Pero hasta las cuatro en punto no se abre la puerta. El celador del turno de tarde nos recuerda que no podemos estar ahí, junto a la puerta. Que sí, pesaooo, que ya nos vamos… Aunque tengas permiso para salir, no puedes vestirte de calle hasta que no llegue tu acompañante. Es un incordio, se pierde tiempo. Entre que te abren la sala de las taquillas para coger la ropa, luego esperar un poco a que te entreguen la hoja del permiso de salida… la medicación de la merienda… Y además, toca termómetro en el oído y la gran pregunta “¿Has hecho “depo”? Deposición, se entiende. Ahí, delante de todas las personas que se amontonan en la zona del pasillo del Control. Algunas veces optas por adelantarte a la pregunta, o un simple gesto con el bolígrafo y la hoja basta para hacer la pregunta. Yo no he tenido problema de estreñimiento, pero parece ser muy habitual por aquí. ¿Será por la medicación o por la imposibilidad de realizar actividades físicas? Siempre me pregunto cómo estaríamos si hubiera un espacio donde realizar deportes…

Por tanto, las cuatro de la tarde es la hora punta en el Control. La personas que no tienen la suerte de recibir visitas hablan por teléfono, situado en el mostrador del Control. Al lado, otras esperan que abran la sala de las taquillas para coger la ropa de calle. La gente busca a sus familiares. Podría ser más caótico de lo que parece, pero las personas que entran a ver a su ser querido no entran de golpe. El celador impone un orden de entrada, y los del exterior entran poco a poco, mientras aquél anota quién visita a quién. En fin, unos van, otros vienen y algunos no se mueven. Cuando una persona disfruta de su primer permiso para salir, resulta muy extraño que vista de calle. No parece el mismo. Ya no “es” un pijama azul o, más frecuentemente, azul blanquecino desgastado. Ahora parece más “persona”.

De cuatro a siete la planta se anima con el mestizaje entre sanos y “enfermos” (mira que me cuesta… si “no me pasa nada”), o entre libres e internos, o cuerdos y locos… Lo más habitual es utilizar la sala de los juegos, cada “familia” distribuida en mesas distintas, o bien caminar por los pasillos… En la sala de la televisión suelen estar los “huérfanos”. La prohibición de usar los teléfonos móviles también se aplica a los visitantes (y a los propios trabajadores de la planta… supuestamente, ejem…). Sin embargo, o bien no vigilan demasiado, o bien hacen la vista gorda. Yo misma he utilizado el teléfono y un objeto prohibidísimo, ¡pinzas de depilar! Sospecho que a los “cuidadores” les avergüenza llamar la atención a quienes no están hospitalizados. Sí, está prohibido en el reglamento, pero imagino que solo ejercen cómodamente la autoridad sobre nosotros, “obligados” a obedecerles. No me imagino a nadie regañando a mi madre por enseñarme en su móvil una foto.

A la mitad del horario de visitas llega la merienda. A las cinco y veinte entramos en el comedor, dejando fuera a quienes nos han ido a ver. Como rapidísimo para volver con mi gente. No sé cómo perciben ellos esta situación. Tener que merendar todos los pijamas azules en un mismo comedor mientras ellos esperan fuera. No sé si es gracioso, raro o… qué se yo. A mí me resulta extraño, como estuviéramos en un colegio. En otras plantas comen junto a sus familiares en la propia habitación. Aquí todos reunidos. ¿Es porque tenemos mayor autonomía física que los pacientes de otras plantas o para tenernos a todos juntos y mejor controlados? Realmente no creo que la intención sea de control, pero este tipo de cosas es lo que hace que la planta de Psiquiatría sea peculiar. Los pacientes de toda la planta nos conocemos más, compartimos más, interactuamos más con el personal sanitario… Puede que conozcas menos a tu propia compañera de habitación que a las del otro extremo de la planta. A mí me ha pasado.

Después de merendar reanudamos las conversaciones con nuestras familias. Cada familia va a lo suyo, aunque a veces los visitantes se conocen fuera, esperando la hora de entrada de visitas. Mi madre, cuya facilidad para hablar con cualquiera y agradar, ha conocido a los familiares de algunos de mis compañeros. En el interior, aunque te cruces ochenta veces con las mismas personas, puede que no haya presentaciones. En otros casos sí. Yo quería, por ejemplo, que mi madre conociera a Magneto. Se cogieron tanto cariño que también se hicieron amigos por Facebook. Porque mi madre es encantadora y él es entrañable. En cambio, su madre siempre permanecía distante, hablaba poco. Es que Magneto lleva ya unos cuantos ingresos y lo que le ocurre no se debe, como en otros casos, al consumo excesivo de drogas. No. Él sufre una lesión orgánica debida a una caída jugando al fútbol. Su madre es el envés de nuestro mundo y de mi fantasía como Cat-Woman. Su gélida mirada e inexpresivo rostro me obliga a reparar en que ellos, los que esperan detrás de la puerta a las cuatro, también sufren. Y ella sufre mucho. Como mi madre. Pero ellas sufren por nosotros. Ellas, aunque sean fuertes, sufren de impotencia. Por no poder hacer nada, por no saber qué hacer…

…Y las siete en punto todos ellos eran devueltos al mundo exterior. El celador de turno estaba muy pendiente de que ninguno de nosotros nos acercáramos demasiado a la puerta. ¡Qué pesadilla! Estoy segura de que habrá habido episodios “escapistas” que yo me he perdido, pero…¡qué exagerao! ¡Pero si yo me quiero escapar del mundo exterior!, aquí estoy a salvo… -pensaba yo. Aquí dentro sigo protegida, en mi nueva burbuja. Y disfruto, un día más, un precioso atardecer con mi querida Fénix. Esa mujer rebelde, con mirada afilada y sonrisa pícara. Tampoco les gusta que nos apelotonemos en la zona de Control. Allí los enfermeros escriben a ordenador todos nuestros movimientos. Registran la máxima información posible. Será que somos muy interesantes…

Si les molestamos, nos “echan” de la zona del Control. Pues nada, nos alejamos hasta el final del largo (o corto, yo ya no sé…) pasillo. Si Magneto irrumpe nos echarán con total seguridad, porque él es muy enérgico y siempre tiene mucho que decir. A veces eleva demasiado el tono de voz para que se le escuche bien. Ay, mi Magneto, ¡qué cariño le tengo! Nos hemos hecho muy amigos allí dentro. A mis amigos, como a mis amigas, les doy abrazos como muestra de cariño. Por lo visto, también están “prohibidos” los abrazos. Una vez que nos dimos un (¡inocente!) abrazo en el pasillo, el celador me llamó la atención. Pero no tanto para regañarme sino más bien para advertirme. ¿De qué? “Ten cuidado”, me dijo. ¿Cuidado de qué? Hay cosas que me descolocan. Esta es una de ellas. ¿Y por qué me advierte a mí y no a él? ¿Y por qué no me regañan cuando abrazo a Fénix? Ya hablaré sobre esto…

A las ocho llegan los afortunados con permiso de salir. Debes cambiarte de ropa inmediatamente, es intolerable no vestir “de enfermo”. “Que llega la cena y no te da tiempo”, dicen a veces. Los trabajadores del turno de tarde se van a las nueve y nuestra cena la traen a las ocho y cuarto. Por eso la cena resulta a veces tan agobiante, porque nos meten prisa para que su horario no se vea alterado y el cambio de turno no se demore. En los cambios de turno siempre tienen una reunión para que los que entran a trabajar estén al tanto de… lo que consideren pertinente. Después de cenar, podemos vagar o vaguear hasta las doce de la noche. Algunas personas se retiran ya a su habitación, a descansar o a leer. Otros ven la tele, pero para cambiar de canal tienen que llamar a un celador. Y hay que ponerse de acuerdo para escoger el canal… Yo pasaba bastante de la tele. Veían cosas rarísimas, a veces. Además, intuitivamente sabía que suponía una grieta en mi burbuja. No quería saber nada del mundo, ni siquiera ver una película. Sobre todo en mi primer ingreso. Salvo el fútbol. Que a mí no me interesa, pero me encantaba ver ilusionado a Magneto.

Yo soy de las que preferían continuar la “juerga” en la sala del fondo del pasillo, la de los juegos. Allí a veces se colorea, se descansa, se leen revistas… pero sobre todo, se habla y se ríe. Mucho. Sobre todo en mis dos primeros ingresos, no tanto en el tercero. Una noche no pudimos dejar de reír y bromear a raíz de un artículo de revista cuyo titular hacía referencia a los sexadores de pollos, y el texto del encabezado aseguraba que el saber de esta profesión no se podía aprender, sino que era intuitivo. O se nace o no se nace con ese talento, vaya. Parece una tontería pero no sé cómo derivó aquello en un buen rato de carcajadas encadenadas. Todas estábamos sembradas. No imagináis lo que puede dar de sí ese titular en ese lugar. No porque estemos locas. Es que nos lo hemos pasado realmente bien. ¿Este es el material que tenemos? Pues hora y media riendo… sin parar. Sé que mucha gente lo pasa mal en Psiquiatría, pero yo me lo he pasado en grande.

Mientras mis compañeras alargaban las bromas sobre los sexadores de pollos… derivando en sexadores de gamusinos y cosas por el estilo, yo me leí el artículo entero. En realidad, no hablaba sobre sexar pollos, sino sobre la memoria pre-consciente. Pensé que podía interesarle a uno de mis compañeros, así que fui a su habitación para dárselo. No solo le gustó, sino que aseguró que era lo más interesante que había leído en mucho tiempo y que ahí se demostraba que podíamos volar. Yo me perdí ese salto argumentativo. Pero su convicción era tal… que casi lo creo. Este chico me preocupaba porque pasaba demasiado tiempo en la habitación aislado, escribiendo “mantras” y otras cosas que rompía cuando le daba el pronto. Pensé que sería bueno que viniera con nosotras, que socializara un poco. Así comenzó a integrarse un poco más con nosotras. Es un buenazo. Se le nota. Posteriormente se incorporó a mi Hospital de Día pero nos veíamos solo de pasada, ya que él participaba en pocas actividades (algunas a las que yo dejé de ir) debido a sus limitaciones. Aún conservo otro preciado regalo, uno de sus “mantras”. Desgraciadamente, sus risas durante el ingreso se transformaron en el Hospital de Día en gestos que expresaban profunda tristeza. Al igual que mi euforia del ingreso desapareció fuera… y volvió la ansiedad… Y ya que estaba, mi cuerpo me regaló ataques de ira, bajones anímicos, inestabilidad brutal…

Se supone que la medicación de la noche la reparten a las once, aunque la mayoría de los días se retrasaban bastante. Algunas enfermeras nos hacen ir a nuestras habitaciones. Así reparten en orden la medicación, contenida en un mini-vasito de plástico en el que está pintado el número de habitación y la cama (A o B). Después, puedes volver a las salas comunes. Si tu habitación es de las últimas, tienes que esperar un buen rato… Por eso prefería a las enfermeras que se acoplan a nosotros y nos dan la medicación en alguna de las salas comunes, a quienes estemos allí, y después hacen la ronda de habitaciones. “¿Zumo o leche?”. Yo zumo, siempre. A las doce todo el mundo debe estar en las habitaciones, a dormir. Al principio yo no sabía que existía una cosa llamada “pastilla de rescate” o “el rescate”. Es la medicación adicional que te dan en caso de que no puedas dormir. Después, en el Hospital de Día, descubrí que el “rescate” también es la pastilla que puedes tomar excepcionalmente en caso de alguna crisis (de ansiedad, escuchar voces…).

A día de hoy, y pastillas al margen, aún estoy esperando mi verdadero rescate



Categorías:Narraciones

Etiquetas:, ,

5 respuestas

  1. Elena, que bien escribes, que historia tan preciosa, tan llena de humanidad y rebeldia a su vez. Soy tu fan numero uno y mira que no soy de este tipo de literatura, pero haces que te admire como escritora y como no, tambien como persona. Una vez mas has hecho un gran esfuerzo con un resultado magistral. Enhorabuena. Un abrazo.

    Le gusta a 1 persona

    • Muchas gracias… Lo de que eres mi fan número uno me lo creo de verdad, por tu entrega al leer todas mis entradas. Aunque en lugar de fan, prefiero interlocutores ☺
      Si la historia es bonita es gracias a la gente que he conocido en los ingresos. Yo lo he escrito lo mejor que he podido. En un futuro escribiré otro tipo de cosas. Menos narrativas… Pero narrativas todavía me faltan muchas por escribir y que tengo en mente. También reflexiones de tipo más político.
      Otro abrazo.

      Me gusta

  2. Absolutamente fascinada con tu blog. Eres un auténtico descubrimiento. Escribes de maravilla, atrapas, enganchas al lector.

    Le gusta a 1 persona

  3. Ha sido para mí como leer el capítulo de un libro. Me introduje en las sensaciones de la voz narradora, me indigné al leer las restricciones a las personas psiquiatrizadas, sonreí ante los momentos dulces y divertidos, y, en definitiva, me sentí cerca de ti.

    Una experiencia interesante leerte. Sigue escribiendo sobre esto (¡y sobre lo que quieras!) porque lo haces muy bien. Me encanta ❤

    Le gusta a 1 persona

Trackbacks

  1. Vínculos en la planta de Psiquiatría – Diario de una autoetnógrafa: salud mental y locura

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.