La medicalización de la cocaína. ¿Drogodependencia o drogodependencias?

Cada vez que voy al CAID (Centro de Ayuda Integral al Drogodependiente) me paso un buen rato para conseguir hacer pis. El problema no es el estrecho espacio del servicio, ni que me dé vergüenza, ni el tránsito eventual de gente para solicitar metadona. La dificultad para orinar es uno de los efectos secundarios de mi medicación. Era mucho más problemático al principio, pues no había manera… necesitaba, al menos, oír el agua de un grifo. El sonido de cascaditas del móvil del enfermero fue todo un detalle, pero no surtió efecto. La primera vez tuve que subir con la médica a otro baño del edificio. En otras ocasiones he tardado muchísimo, tanto que una vez ya cerraban «el chiringuito» de enfermería. Ese día me dejaron marchar sin dejar prueba de mi abstinencia. El enfermero llegó a pedirme que saliera durante unos minutos para reintentarlo después… 

Mientras me concentraba en mi vasito de orina, me resultaba inevitable escuchar múltiples voces sin rostro (a excepción de los dos enfermeros). Una de las voces nunca fallaba: procecía de una chica que siempre llegaba y se iba con prisas, pero que siempre decía mucho. No importa el qué. Lo que siempre me llamó la atención fue su híbrida habla: cansada y, paradójicamente, enérgica. Nunca le puse cara. Quizá fuera la chica que mi padre siempre veía entrar al CAID desde fuera, aparcando o desde el coche. Él le ponía rostro y cuerpo; yo le ponía voz. Nos preguntamos si era la misma persona, pero no pudimos averiguarlo.

Aunque yo me empeñara en ir sola, mi padre insistía en llevarme en coche. Es de agradeceder, puesto que mis citas eran a las cuatro de la tarde, en pleno verano… Mi madre también solía venir. No sé por qué. Creo que sentía que acompañarme era una manera de ayudarme. A mí me resultaba indiferente, pero le agradezco el gesto. Sin embargo, mi madre entraba al CAID y mi padre esperaba fuera (se iba con el coche a otro lugar). Una gran virtud de mi madre es la familiaridad y cercanía al relacionarse con cualquier tipo de persona. Me lo ha demostrado en sus visitas durante mis ingresos en Psiquiatría, donde ni los «delirios» de Magneto le dejaban fuera de juego. Y también acudiendo sin prejuicios a un espacio a menudo estigmatizado como es el CAID. Su forma de hablar con «el otro» (el que encarna la diversidad, o incluso la marginalidad) no difiere del trato con personas en contextos más corrientes.

La última vez que me enfrenté a mi reto personal (dejar mi muestra de orina metida en el estrechísimo servicio) no escuché la voz de la chica misteriosa. Sino una conversación entre mi madre y otra mujer. Frente al asentimiento comprensivo de mi madre, aquella mujer enfatizaba que «lo que nos ocurre es que estamos enfermos», que ser adicto no es como la gente se piensa. Una y otra vez volvía a insistir en entender la drogadicción como una enfermedad. Mi madre no le contrariaba en ningún momento, se limitaba a asentir y a realizar comentarios en la línea de lo que la mujer sostenía. Cuando salí de rellenar mi vasito de orina (batiendo un récord al conseguirlo en solo quince minutos), me acerqué a ellas. Mi primer impulso fue darle un abrazo a la desconocida, haciéndole saber que había escuchado todo desde el servicio. Era, sin duda, una luchadora. Tenía hijos. No sé cuál es su historia, pero intuyo que bastante más dura que la mía. «Y para eso están ellos, para ayudarnos. ¿Que caes? ¡Pues otra vez a venir! Hay que aprovechar este recurso porque lo necesitamos», se dirigía a nosotras pero estaba también hablando consigo misma. Autoconvenciéndose.

Imagino que parte de su lucha ha sido reconocerse como una «enferma» que necesita ayuda sanitaria para combatir su drogadicción. Sospecho que la forma de liberarse del estigma de yonki ha consistido en esa conversión hacia la enfermedad. De la «marginalidad» de la drogadicta a la «integración» de la enferma drogodependiente. Espero que se adviertan las muy diferentes consecuencias que conlleva pasar de una forma de subjetividad a la otra. Por edad y (seguramente) por la sustancia consumida (también somos consumidores, ¡»adiós» estigma!), mi historia no tendrá nada que ver con la de esta mujer. Pero también yo he pasado a ser una «drogodependiente».

He vivido dos momentos en mi vida de consumo intensivo, abusivo. ¿Mi veneno? La cocaína. Uno de ellos a los veintiún años; el otro este mismo año. Guardan cierto parecido: en la (desmesurada) intensidad del consumo así como la duración en el tiempo (medio año aproximadamente). Por lo demás, mis dos períodos de consumo son como la noche y el día. El primero siempre tuvo un objetivo recreativo, festivo y generalmente acompañada de muchas otras personas «de la noche» (amigos de amigos de…). No me resultó difícil dejarlo. En cambio, este año he necesitado ingresar voluntariamente en Agudos de Psiquiatría para dejarlo. Al principio buscaba en la cocaína modificar mi estado de ánimo, «darme un respirito», cargar las pilas. El problema fue que consumiendo cocaína logré escribir sin ansiedad. Algo que no podía hacer desde hacía casi dos años. También me ayudó a leer, ¡a leer como antes! Concentrada, más rápido… Así que este segundo período lo pasé prácticamente en casa. De hecho, no salí de casa durante tres meses. Me perdí la primavera, literalmente.

Tomé conciencia de mi incapacidad para dejarlo por mí misma tras varias intentonas fallidas. No era capaz de moverme de la cama, ni siquiera podía poner la comida y recoger el arenero de los gatos. Requería ayuda, que mi madre se instalara en mi casa unos días. Pero en cuanto empezaba a remontar y ganaba autonomía, volvía la «necesidad»… quería volver a leer, a escribir… a sentirme viva. A sentir. A sentir mi mente, a sentirme activa. Tras varios fracasos, no me quedó más remedio que decidir ingresar voluntariamente. Me acompañó un amigo, sin cuya presencia es poco probable que hubiera tenido la fuerza suficiente para entrar a pie en Urgencias con el propósito quedarme allí dentro.

Para mí no es ningún trauma ingresar en Psiquiatría, no me desagrada e incluso lo suelo pasar bien. Con todo, me costó un mundo tomar la decisión y concienciarme a mí misma de la decisión que estaba tomando. No podía dejar de llorar. Tardé muchísimo en «hacer la maleta» (vamos, un neceser con lo básico, alguna muda y poco más). Cuando salí de casa vi por primera vez el edificio de la esquina ya terminado. Me había quedado en los andamios. Me parecía alucinante, me volví consciente de que había estado encerrada en casa durante demasiado tiempo. Y había tocado fondo, mi vida se había vuelto un bucle de «autodestrucción creativa»: aunque fuera perjudicial, conseguía ser productiva y crear, trabajar…

Pero era insostenible vital y económicamente. Pasaba dos-tres días consumiendo y sin dormir, y uno durmiendo. Y vuelta a empezar. Comprendí que mi límite eran cuatro días sin dormir. Cuando alcancé el cuarto día empecé a escuchar una voz en mi cabeza (que era la mía propia). Hablaba en voz alta con lo que otra voz en mi cabeza me decía. No es que fuera una experiencia desagradable, pero comprendo que llegar a eso es jugar con fuego de verdad. El remate final fue bastante vergonzoso. Mientras estaba pintando las rayas con una tarjeta hablaba conmigo misma a la vez. No sé de qué, imagino que nada importante. Tal era mi estado que cuando fui a esnifar una de las rayas quise (¿o mi voz interior?) hacerlo con la tarjeta… La persona con la que estaba en aquél momento había presenciado en silencio mi extraño diálogo. Desde su perspectiva, estaba viendo una persona que hablaba sola aunque pareciera que hablara a “alguien”. El espectáculo, desde luego, es digno de contemplación. Estupefacto, se mantuvo callado hasta mi lamentable escena con la tarjeta y la raya. Ahí ya sí, reaccionó, “¿Pero qué haces?”. No sabía ni lo que hacía, fue automático. También tuvo su gracia, días después me pude reír de aquella tontería. Ahora mismo puedo reírme de mí misma. Gracioso a la par que lamentable. Quiero insistir en esto: mi situación era lamentable, vergonzosa, miserable. Realizo este énfasis porque nunca se sabe quién puede leer esto y puede que, de casualidad, alguien encuentre utilidad en esta descripción. Nunca diré “¡No os droguéis niños, que es malo!”. Yo me limito a compartir parte de mi experiencia y que cada uno la recoja como pueda… o quiera.

Aprovecho para indicar una frecuente coincidencia que he encontrado en muchos (ex)consumidores de cocaína. Si estamos con alguien que no ha consumido, nuestro consejo es «Si no la has probado nunca, no lo hagas». Aunque, al mismo tiempo, no me arrepiento de lo que he hecho. Es parte de mí, de mi persona. No lo valoraré ni en positivo ni en negativo. Igual que no me arrepiento de mis intentos de suicidio. Y de otras prácticas destructivas… Entiendo, sé que no son el camino saludable y adecuado. Que el itinerario debe ser otro. Y me esfuerzo por modificarlo. Pero sin arrepentirme de mi pasado.

En definitiva, ahora soy también drogodependiente. Las personas que más me conocen y también las más inteligentes saben que mi problema no es la adicción, sino que esta es una consecuencia. Pero a los veintiún años no fui considerada una «enferma» porque no necesité ayuda médica para dejarlo. Y esta vez sí. Ingreso, sobre-medicación, derivación al CAID, nueva etiqueta…

Sin embargo, yo no me considero enferma. No necesito hacerlo para combatir el estigma de la drogadicción. No quiero esconderme bajo la etiqueta de la «drogodependencia» para des-responsabilizarme de mis actos. Pero tampoco es tan sencillo como para reducir la solución al típico y manido «tener fuerza de voluntad». La complejidad es mayor, aunque no puedo extenderme aquí para explicar cómo acabé en aquél bucle, cómo este se perpetuó, y de qué modo está vinculado a una trama paralela en mi Hospital de Día.

En definitiva, lo que sí compruebo es la continuación del proceso de psiquiatrización. Un proceso que parece no tener fin, al que acompaña la sensación de haber entrado en un laberinto de muros invisibles: el del circuito (intensivo) de la sanidad mental. Sé que la cocaína no es el medio, no es el modo adecuado de encarar la vida. Y, además, no es lo que yo quiero para mí. Pero cada vez tengo más claro que el camino tampoco es la cronificación del sufrimiento al que parece que te arrastra el proceso de psiquiatrización. Tanto esfuerzo tengo que poner en salir de la cocaína como tendré que poner en mi des-psiquiatrización. Y me atrevo a decir que será más difícil lograr esta última.

Y de drogodependencias va la cosa: creo que es necesario que percibamos el consumo de drogas «legales» (y legitimado institucionalmente) como lo que frecuentemente es: una drogodependencia más.

Tengo más miedo de dejar los psicofármacos que de dejar la cocaína.



Categorías:Auto-reflexión, Narraciones

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4 respuestas

  1. Es bastante igual que se le llame “psicofármaco” o “droga”; que el que lo venda se llame “farmacéutico” o se llame “camello”. El problema es el enganche a un producto de laboratorio, por lo demás, especialmente adictivo. El problema, como bien dice la autoetnógrafa, no es la adicción, sino lo que la motiva.
    La adicción, en cualquier caso, destinada a ser solución o paliativo del mal, acaba siendo parte del problema. Ahora se la llama “cronificación”, que es estar mal siempre. En esta cronificación está muy interesada la industria y distribución de química legal y paralegal.
    El asunto es cómo hacerlo, y no quedarse paralizado en el “miedo a dejarlo”. Lo que estoy contando básicamente es mi propio proceso, que es que me dí cuenta que la medicación, contra la opinión de todo el Sanitariado, era parte del problema; era lo que no me permitía salir del pozo de la depresión gorda. Lo de darse cuenta es sentir clara y carnalmente que aquello me ataba en el malestar profundo.
    También hay que ser conscientes de que no es lo mismo depresión severa que otros males o diagnósticos. En mi caso pude dejar los productitos gracias a la homeopatía. Bueno, gracias a una buena terapeuta y con la ayuda crucial de la homeopatía.
    Cada una tiene que encontrar su camino, y no creo que haya uno que valga para toda crista.
    Gracias por contarlo, estimada autoetnógrafa.
    Salud y muchos ánimos!

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  2. Reducción de daños, si eres un adicto, si quieres, busca algo que te proporcione placer sin trastornarte la vida. Estar ocupado en algo que te proporcione satisfación tambien ayuda.Yo pinto paredes, en tu caso pude ser el activismo, en realidad odio decirle a nadie lo que debe hacer.Un saludo.

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    • Gracias, compañero.
      En eso estoy… tratando de reconstruirme sin adicción a la cocaína. Lo que más me gusta es escribir. El problema es que es consumiendo como mejor puedo hacerlo. Pero debo asumir que durante un tiempo no podré escribir demasiado bien… hasta que me normalice.
      También poner el cuerpo en movimiento, crucial.
      Un abrazo.

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