Era un día entre semana de un primaveral día de fin del invierno. Escuché a alguien cantar y tocar las castañuelas. Sabía perfectamente quién era: la otra loca del edificio. Bueno, todavía era simplemente “la loca” de mi bloque. Miré por la ventana y pude advertir cómo unos chicos se divertían a su costa. Queriendo no mirarla fijamente pero sin poder mirarla de reojo. Mi calle no es demasiado amplia y resulta imposible transitarla sin mirar instintivamente hacia arriba, para saber quién grita, canta y toca las castañuelas. Una práctica anómala en un contexto ordinario. Ella vive en el piso que se ubica debajo de mi vecina. Yo no tenía dudas de que era ella. No era la primera vez que lo hacía, aunque esta ocasión había espectadores. Y eso no me gustaba. No soporto que se rían de la gente. Sobre todo este tipo de conductas se utilizan para estigmatizar a la persona.
La primera vez que me di cuenta de que a mi vecina le pasaba “algo”, fue al hablar un rato con ella en el descansillo. El que por entonces era mi pareja y yo nos detuvimos unos minutos a hablar con ella. Cuando salimos del portal, le dije que aquella mujer consumía cocaína o le ocurría algo. Yo lo había notado perfectamente en la forma y contenido de su habla. Mi novio era bastante ingenuo, él no había notado nada. Al contrario, le había parecido muy simpática. ¡Sí, claro! Si es muy maja, no discrepaba en eso. ¿No había notado nada más…? “Si no va puesta, algo le pasa”. No sabía si mi radar de anomalías se había estropeado o era él quien no tuvo nunca un radar como el mío.
Al final resultó que mi radar funcionaba a la perfección. Cuando salíamos a la calle juntos y no teníamos prisa, solíamos dedicar un rato a hablar con mi conserje (¡sí, ese que presenció mi intento de suicidio que narro en Nacer por segunda vez: experiencia autolítica narrada en primera persona!). Después de unos episodios extraños, salió la vecina en una de nuestras conversaciones. Y nos confirmó que sí, que algo le pasaba. No estaba muy bien de la cabeza. Alguna vez había estado ingresada en Psiquiatría y se ve que de vez en cuando no se tomaría las pastillas o lo que fuera… y daba el cante.
Una de las locuras de esta mujer aconteció de madrugada. Le dio por atacar a su vecino de puerta, y que vivía debajo de mi piso. Le insultaba de forma bastante desagradable, tocándole al timbre y parecía fuera de sí sin razón. Como acostumbro a hacer, yo suspendo el juicio frente a aquello de lo que no dispongo información suficiente. Ni me pareció ella una loca, ni él me pareció una víctima inocente. Vino la policía (al parecer no fue la primera vez que tuvo que venir). Mi pareja estaba alertado, atento junto a la puerta de casa. La cosa no iba conmigo, yo ni me levanté de la cama. A nosotros no nos iban a hacer nada, así que estar pendiente era puro cotilleo.
La mañana siguiente era sábado o domingo, días en los que mi calle es muy, muy poco transitada: no hay comercios y los edificios de la acera de enfrente son todos de oficinas o negocios. Escuché a alguien gritando “¡Aquí no duerme ni Dios!”, entre otras muchas cosas ingeniosas que ahora no recuerdo. También se oía un extraño ruido que no sabía identificar. Curiosa, salí a mi terraza para averiguar qué sucedía. Con bata, rulos y unas castañuelas, la vecina loca protagonizaba el teatro en el que se había convertido mi calle. Esa vez no había espectadores. Las castañuelas las utilizaba de forma poco convencional. Las aporreaba contra la barandilla de metal de la terraza. A ratos, entraba en la casa y volvía a salir. La última de las veces puso música y cantó a pleno pulmón. Me alegré de ser la única que la estuviera viendo, y de que no hubiera nadie en la calle. Su euforia no era insana, y me regaló una sonrisa matutina y un simpático recuerdo.
Así que era inevitable que en alguna de nuestras charlas con el conserje, la vecina loca apareciera. Quedamos advertidos de que aquella mujer no estaba bien de la cabeza, que había ingresado en varias ocasiones en Psiquiatría. Nos comentó que era preferible ignorarla y no tener demasiado contacto con ella, ya que a la mínima, te metía en su casa. Para, por ejemplo, hacer alguna fotografía, o algo por el estilo. ¡Algo muy loco! “Mejor que ni le saludéis”. Esto que estaba haciendo mi conserje se llama estigmatizar a una persona. Rechazarla mediante una marca invisible.
Yo no quería ser partícipe de aquello. Resultaba difícil establecer relación con ella. Me la encontré en la calle un día que yo volvía del ambulatorio tras recoger mi informe de baja laboral. Ella iba precisamente a su médica. Aunque casi no habíamos hablado nunca, me trató con muchísimo cariño, me enseñó unos escáner de su cerebro que llevaba para que lo viera la doctora. No dejaba de sonreírme y me dio unos cuantos besos y me dijo “¡Te quiero!”. ¿No os parece bonito? Sin embargo, otros días me la cruzaba y no parecía ni siquiera reconocerme. Ni un saludo, ni una mirada amable… Caben dos posibilidades. O bien que saliera de los ingresos “compensada”; ya que tu ingreso lo interpretan como una descompensación psíquica (sobre todo si eres bipolar, como parece ser que es el caso de mi vecina). O bien que se avergonzara de sí misma por sus conductas en momentos de manía, hipomanía o euforia. En tal caso, estaríamos hablando de autoestigma.
En cualquier caso, a mí esa mujer no me ha hecho nada en absoluto. Y, una vez que sabía con certeza que podríamos haber sido compañeras de ingreso (incluso de habitación y cuarto de baño), me despertaba mayor simpatía. Así que el episodio con el que he comenzado este relato no me dejó fría. Aquél día sí había gente en la calle, ella reía, ellos reían. Ellos se reían de ella, el estigma se ensanchaba. Ella se reía sin ser consciente de ello. Salí a mi terraza e intenté hablar con ella. No me reía de ella, y le ofrecí mi ayuda si necesitaba alguna cosa. Su respuesta no me sorprendió. Su gesto alegre cambió y se puso a la defensiva, en un tono casi agresivo conmigo. Lo entendía perfectamente, me había introducido arrítmicamente en su estado maníaco. Intenté conseguir su confianza diciéndole que yo había estado alguna vez ingresada en el Hospital Z, y que tomaba antidepresivos y ansiolíticos. Esta estrategia fue un desastre… está claro que yo no sabía cómo hacer para ganármela y establecer una conversación que desviara a los espectadores hacia otro lugar menos “divertido”.
Por fin recordé a la familia rumana que vive en el bajo. ¡Mi querida familia! Las únicas personas con las que me relacionaba y me llevaba bien en todo el edificio (fueron desahuciadas hace un par de meses). A la madre de la familia yo se lo he contado todo, tengo una confianza especial con ella. Entre nosotras sí nos decíamos que nos queríamos de un modo más profundo. Una de las muchas veces que nos poníamos a hablar ella desde la ventana y yo desde la calle, antes de llegar al portal, mencionó a nuestra vecina loca. Como yo también estoy loca, y ella lo sabe… dice que con ella y conmigo se entiende muy bien. Ella no utilizaba la palabra “locas”, sino que se refería a que entre las personas que sufrimos, que lo pasamos mal, nos entendemos mejor. Que conmigo es como con ella. Y, efectivamente, el mayor gesto de cariño que he visto en el edificio es el intercambio de sus felpudos. La otra vecina les regaló el suyo en el que ponía algo así como “En esta casa hay amor” con la figura de un corazón. Al recordar este vínculo indirecto, lo utilicé para impedir que la vecina continuara aporreando las castañuelas en la barandilla. Le empecé a hablar de nuestra otra vecina, de lo bien que nos llevábamos ambas con ella… Esto sí surtió efecto. No me gané su amistad, seguía con la mosca detrás de la oreja. Pero al menos me sonrió, se distrajo y evité que los miserables espectadores tuvieran nada más que contemplar. Lo último que le dije es que estaba en tal piso para lo que necesitara. Lo que volvió a interpretar como una amenaza, aunque más tenue.
Todos han desaparecido de mi edificio. Primero mi vecino de abajo, que es el dueño de un bar cercano. Me confesó que se había ido por la vecina. Que también se fue, nuestra loca de las castañuelas. No sé qué habrá sido de ella. En algún episodio me mencionó que “Esta casa es mía y no me pueden echar”. Imagino que algún familiar le habrá incapacitado judicialmente. Después desahuciaron a mi queridísima familia rumana, porque no podían pagar el alquiler al haberles subido el precio. Incluso mi propio conserje se jubiló.
La única que queda soy yo. Bueno… y el resto de vecinos. Yo nunca he notado nada raro, siempre he vivido libre de autoestigma y menos aún de estigma. En mi primer intento de suicidio grave me bajaron al garaje para que saliera la ambulancia desde allí y no me viera nadie. No sé a quién se le ocurriría semejante tontería. Si a los del SAMUR, a mi conserje o a mi madre. Me da igual. Es su vergüenza no la mía la que quieren proteger. La segunda vez ya sí me vieron. Sin preguntar, la gente no sabe la causa de lo ocurrido. Se pueden imaginar cualquier cosa. Al volver, mi conserje insistía en que él no iba a decir nada. “Bueno, vale… si a mí tampoco es que me… pero gracias…”, ¿qué voy a decir? Me estás protegiendo de un estigma que no me afecta. Me estás protegiendo de tus prejuicios. Porque en el fondo se reduce a eso…
Yo vivía en mi bucle leer-escribir-consumir cocaína-no dormir-dormir y vuelta a empezar. Hasta que ingresé. Y después recaí. A mí me da igual que mis vecinos sepan o no lo que hago o dejo de hacer. Si me intento suicidar o si tengo problemas de consumo. Igual que me da igual que tú, el que lees esto, lo sepas. Tengo un impermeable anti-estigma, no sé de qué está hecho ni cómo se construyó. De todas formas, yo no era consciente de que algunas vecinas (no mis rumanas, por supuesto) quisieran mancharme de estigma. No me suelo dar cuenta de estas cosas, porque soy despistada, voy a mi aire, no estoy demasiado atenta a lo que no va conmigo… Alguien que pasó un tiempo en mi casa este verano me abrió los ojos: sí, la vecina del perro que te sonríe, habla mal de ti a tus espaldas. ¡Anda! ¡Qué falsa! ¿Y esto?
A ver… Vamos a recapitular… Me parece que sí, que en mi edificio me estigmatizan. ¿Motivos? No los intentos de suicidio, no. Tiene que ver más bien con la cocaína. O, más bien, con algunos sucesos relacionados con ella. Por ejemplo, gritos echando al chico que me suministraba la sustancia, episodios de ansiedad, ataques de ira contra el Hospital de Día que si no me habéis oído en vuestras propias casas ha sido de casualidad… Vamos, una drogadicta sí que es estigmatizada, pero bien. Pero creo que el acontecimiento definitivo, el más sonado y el que marcó un antes y un después yo no lo viví consciente…
Un día me desperté en la cama y encontré a mi madre en el salón. “¿Qué haces aquí?”. Me contó lo que había sucedido y yo no daba crédito…
Por lo visto, yo estaba consumiendo cocaína y esperando a que regresara el chico con el que solía consumir. Este se había ausentado tan solo un par de horas, imagino que para sacar a su perro, como en otras tantas ocasiones. Cuando volvió a mi casa, yo no abría la puerta ni cogía el teléfono. Pasó de llamar al timbre a aporrear la puerta. Mi conserje le echó por el escándalo que estaba formando. Mi colega se preocupó, dados mis precedentes suicidas. Y llamó a Emergencias. Lo que él no sabía es que mi conserje, a su vez, había llamado a mis padres. Vinieron los bomberos. Entraron en las casas de los vecinos y salieron a sus terrazas, para ver el modo de entrar en la mía. Nada. Cuando estaban a punto de utilizar la escala, llegó mi madre… o mi padre. No sé quién fue primero. El caso es que mi padre entró en casa anticipándose a los bomberos, y escondió la cocaína. Yo estaba dormida en el sofá con unas rayas de coca pintadas encima de la mesa. Al parecer llegaron a entrar los bomberos y todo. Yo no me desperté. Mi padre se quedó a dormir esa noche. Es la primera vez que duerme en esta casa conmigo, y no tengo ninguna conciencia de ello. Pasé más de veinticuatro horas dormida. No sé cómo fue la traslación del sofá a la cama. Probablemente me llevaría mi propio padre. Después tomó el relevo mi madre. Y al fin me desperté, como he dicho, extrañada de su presencia.
A mí todavía me cuesta creer que me quedara dormida (¡más que dormida!) mientras estaba consumiendo. Y que nada de lo que sucedió me despertara. Pero sí… por lo visto se organizó una… Así que los vecinos tienen algún indicio para estigmatizarme. He sido molesta, sabrán que consumo. Eso siempre está mal visto. ¡Qué horror!, y en este barrio de gente bien.
Lo que yo me pregunto es: ¿hay estigma si la supuestamente estigmatizada no se siente estigmatizada? Si le resbala el juicio ajeno, si no siente exclusión… O si percibe exclusión de algún tipo, la celebra porque la interpreta como un indicativo de la calidad humana de las personas.
Categorías:Narraciones
Hola, primero de todo, muchas gracias por compartir. Segundo queria preguntar si hay una manera de que te contacte por privado. Tengo experiencias muy cercanas a las tuyas y busco alguien que brille en el arte de la escritura para realizar unos cortos animados tocando el tema estigma, salud mental y diversidad humana general. El tema es que no quiero trabajar con alguien que no lo entienda y por eso te escribo a ti. Al final te lo he contado por aqui, espero que te motive.
Un abrazo Lis
Me gustaMe gusta
Gracias por tu comentario, Lis.
Mi contacto es autoetnografa@gmail.com
Me gustaMe gusta