¿Sabes disfrutar de un atardecer en una planta de Psiquiatría? ¿Y el modo de aproximarte a otros locos? Construyendo mi burbuja de Agudos…

¿Cómo he acabado aquí?, ¿por qué me siento protagonista de una ficción? ¿Dónde se habían escondido estas extraordinarias personas que me arrastran a un universo paralelo? ¿Y por qué me siento tan bien? Me descubro flotando en esta extraña atmósfera, liberada de mis cadenas cotidianas e inmersa en este microcosmos enjaulado. Aquí puedo, por fin, disfrutar de algo. Relacionarme sin sentirme culpable por perder tiempo de trabajo.

En ninguna otra planta del hospital se aprecia como aquí el impresionante paisaje del atardecer. Este se deja ver poco después de que finalice el horario de visitas (de cuatro a siete). Un atardecer rosado, brillante, moldeado con diversas figuras desplegadas y replegadas al ritmo de la variable confluencia entre el sol y las nubes. En realidad, no me importa demasiado no poder fotografiar este magnífico paisaje (por supuesto, móviles y cámaras están entre los innumerables «objetos prohibidos»). No me importa porque siempre ocupará un trocito de mi memoria. Habitará en mi mente como un recuerdo. Pero no reducido a la contemplación estética en sí misma, sino que es un recuerdo también de cómo Fénix y yo gozamos de él casi cada tarde. De la peculiar manera en que esta visión compartida crea un vínculo inefable entre nosotras. Disfrutando de una espectacular imagen de la que pocos de los aquí internados se interesan en observar emotivamente, como hacemos nosotras. Ni otros pacientes, ensimismados en sus particulares sufrimientos u ocupaciones menos «estetas». Ni tampoco los trabajadores (enfermeras, auxiliares de enfermería, celadores), inmunes ya su encanto, ya sea por la indiferencia ante lo cotidiano, o bien por dedicarse a sus obligaciones laborales. Ni unos ni otros quieren o pueden apreciar lo que nos enamora a Fénix y a mí. Ni siquiera la permanente suciedad de las ventanas del pasillo nos impide vislumbrar nítidamente este atardecer que nos atrapa y nos envuelve. Tonalidades rosadas, anaranjadas, amarillentas. Destellos tenues del sol tras alguna nube. Brillantes formas desfiguradas. Todo ello varía a diario y construimos una alianza implícita entre nosotras. Descentramos el encierro manteniendo el foco hacia la belleza que nos regala el exterior durante unos pocos minutos. No realizamos comentarios profundos, ni falta que hace. Miramos, gozamos.

Fénix no necesita abrir la boca para conquistar. Llegó a la planta transportada en una cama, tumbada boca abajo y con pies y manos amarrados a la cama. Nunca olvidaré su pícara mirada cuando vi por vez primera. Cada nuevo ingreso genera un ambiente de «interés distanciado». Pues todos quieren saber qué nuevo compañero se introduce en este microcosmos, pero una velada desconfianza inicial impide un acercamiento directo y cercano. No sabes a quién puedes encontrarte ni su reacción ante un inmediato abordaje. Tal vez responda de manera agresiva, te hiera con su indiferencia, te haga partícipe de un delirio o… cualquier cosa. Tampoco se sabe en qué estado llega: ¿tendrá un brote psicótico?, ¿se habrá intentado suicidar?, ¿habrá ingresado voluntaria o involuntariamente?…

Debido a estas incertidumbres, las aproximaciones a la persona recién llegada suelen ser más tardías no sin antes tantear un poco el «campo de juego». Algunas veces no llega a consumarse ninguna aproximación. Es el caso si se percibe con miedo al nuevo o si este último rechaza cualquier comunicación… Sin embargo, a mí me puede la curiosidad y suelo intentar acercarme a toda persona que se me cruza. Pero debo señalar que mi «modo de estar» aquí difiere bastante del habitual. Recién llegada yo misma salí rápidamente de habitación, sedienta de contacto social. A pesar de desentonar con el resto, pues vestía un camisón de la UCI en lugar del uniformado pijama azul, y, además, transportaba un carrito con suero al que estaba ligada mediante una vía. Salí en busca de personas «diversas» invadida por el deseo de conocer sus vidas, así como por una extraña necesidad de contar mi historia, y relatar con pelos y señales cómo había intentado suicidarme. No sé bien por qué. Quizá intuía que en aquél lugar iba por fin a encajar realmente.

La frialdad y la crudeza que mostraba al contar mi «episodio» contrastaba notablemente con silencios o evasivas de los demás. A excepción de las efusivas y psicóticas respuestas de quien, por ejemplo, decía ser el dueño de Youtube y el hombre más guapo del mundo, o el siempre sonriente Magneto, que en ocasiones mutaba para convertirse en Nabucodonosor. Al tiempo me percaté de lo anómalo de mi demasiado temprana y excesiva apertura. En realidad, las preguntas acerca de lo que le pasa al otro o la revelación de tu «secreto» («motivo de tu ingreso) se consideran implícitamente un poco tabú. Ni siquiera el tanteo inicial es suficiente. La apertura hace esperar un poco… Como mínimo, debes haber establecido previamente una relación superficial «segura». Es decir, el otro despierta confianza y parece abordable. Este tedioso proceso inicial de contacto superficial que puede, o no, preceder a un estrechamiento del vínculo. Es el mismo que también existe en el «exterior», en la vida «normal». Y que yo aborrezco tanto. Sin embargo, esta similitud entre los procesos iniciales, uno exterior y otro interior, no despoja una pizca de enrarecimiento cuando se desarrolla en este microcosmos. Hasta lo «normal» se vuelve más raro aquí dentro…



Categorías:Narraciones

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